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La fusión del régimen del hambre y del régimen de la mirada -consecuencia de nuestro «desprendimiento» de la naturaleza, hasta tal punto perturbador que no podemos dejar de atribuirlo a una acción «pecaminosa»- determina que las relaciones de poder, las disputas de soberanía, las ambiciones de hegemonía, se establezcan y se confirmen en el campo de la óptica. Dos desconocidos que se dan la cara, de pronto, en un espacio cerrado –un vagón de metro o un café- no pueden sostenerse la mirada in-definidamente sin besarse o sin matarse; y si normalmente llegamos vivos a casa todos los días es porque cedemos una decena de veces la soberanía bajando los ojos ante un rival aleatorio. Sólo los enamorados pueden mirarse sin matarse. Contraviniendo la prohibición original, como si no existiesen ni el hambre ni la muerte, los amantes tienen la audacia de volver a levantar la cabeza e invertir el gesto de nuestros primeros padres; se miran desnudos y no sólo no se avergüenzan: se sienten, además, seguros. El amor resuelve el problema del poder; es ese milagro en virtud del cual dos cuerpos, frente a frente, pueden mirarse a los ojos en pie de igualdad e indefinidamente sin amenazarse ni someterse. Y no es extraña, pues, la insistencia con que, cada vez que el mundo liquida sus antinomias políticas en un baño de sangre, algunos hombres proponen como solución el amor. Y lo sería sin duda si el amor no fuese siempre «local»; es decir, si no tuviese que ver con la copresencia de los cuerpos y la correspondencia de la mirada, que es necesariamente cosa de dos. Para que el amor resolviese la cuestión del poder a escala universal habría que reformar los cuerpos de manera que constituyesen una especie de panóptico omnifacial que permitiese a cada hombre mirar a todos los demás y ser mirado al mismo tiempo por ellos. Y entonces, muy probablemente, no sobrevendría el milagro, sino que se impondría la normalidad post-edénica y la mitad del mundo (¿no es eso lo que ocurre?) bajaría la cabeza. (más…)